Superficialidad

De los males de nuestra época, la superficialidad es al que más hay que temer. No me estoy refiriendo a la frivolidad que inunda la televisión, ni al nauseabundo hedonismo de las redes sociales. La superficialidad es la experiencia, tanto colectiva como individual, de una vida inadvertidamente vacía y sin sentido. Consiste en conformarnos con llevar una vida mediocre.

La superficialidad se manifiesta en una cultura tosca, que la activa lo vulgar y lo banal. Nos alimentamos de cahuines y morbo. Como hemos perdido sensibilidad, lo bello no nos conmueve, y necesitamos consumir cada vez más agresividad para sentirnos vivos. ¿No seremos acaso nosotros los espectadores que sostenemos el espectáculo de la delincuencia? ¿No somos nosotros los que alimentamos la existencia de líderes cuyo discurso es la ofensa y la grosería?

La superficialidad entumece nuestra pulsión a lo verdadero. Como chapoteamos en lo superfluo, no hay espacio para dialogar. Intercambiar ideas, una de las facultades más nobles del ser humano, se encuentra en declive. Ya no se conversa, se ofende. No se escucha, se humilla. Nos volvimos tan superficiales que consideramos estúpido a todo aquel que piensa distinto. Basta leer los comentarios en las redes sociales para saber cómo piensa una persona promedio.

La superficialidad nos lleva a tener horizontes estrechos, y una vida estéril. Como en un árbol que no tiene raíces profundas, no podemos desarrollarnos en plenitud. Así, la vida se va haciendo cada vez más fría y lúgubre. ¿Cuál es la salida? Ciertamente no es volvernos circunspectos, graves o aburridos. Por el contrario, el camino para dejar atrás la superficialidad consiste en recobrar la alegría de vivir, en dejar de ser máquinas productoras, y volvernos profundamente humanos. Necesitamos reconstruir vidas significativas, que valgan la pena ser vividas. Necesitamos volver a vivir de un modo profundo, poniéndole cariño a la vida.